Los peces en el río
- Escritorio Emergente
- 26 feb 2020
- 2 Min. de lectura
Un texto de Filiberto Santiago Rodríguez
El caminar es lento en la selva húmeda que rodea a Tuxtepec en la cuenca del Papaloapan. El maestro rural viaja con su esposa, sus dos hijos y una mula que lleva sus pertenencias. Emilio se marchó de la Mixteca cuando adquirió una plaza en Playa Chica. Dejó su pueblo porque no había que comer, las siembras que año tras año se perdían por la falta de lluvias los obligó a buscar otros horizontes. En ese lugar dejó a sus padres, no sin antes arrodillarse en el pequeño altar de su casa y recibir la bendición.
Ahora caminan por un paraíso. La tierra es fértil y de vegetación exuberante, de los cerros chorrean riachuelos de agua fresca, mariposas multicolores adornan el jardín de Adán y Eva. Para llegar, cruzaron la sierra de Oaxaca en un camión viejo, por una carretera sin pavimentar. Algunas veces encallaban en un mar de lodo, entonces el chofer aprisionaba las llantas con cadenas y ayudado por los pasajeros desenterraba su transporte.
Absortos en sus pensamientos se movían en silencio, plagiando el trotar de los caballos que después montaron. Tras muchas horas de camino se encontraron con un río caudaloso que, como dijo Emilio, llevaba un “rollazo” de agua, pero no había puente para atravesarlo, también descubrieron que Playa Chica estaba al otro lado. Emilio empezó a gritar: “¡Hola! ¿Alguien me escucha?, soy el nuevo maestro, necesito ayuda para cruzar el río”. A los habitantes, les pareció extraño que no fueran capaces de vadear la corriente, entreabrieron sus labios con burla, asegurando a señas (pues no hablaban bien el español) que solo guiaran a los animales, ya que éstos sabían nadar.
Tiempo después los recibieron con gritos de alegría y en su español masticado les hicieron saber lo contentos que se encontraban por tener un maestro que los apoyara. Le enseñaron el salón que hacía las veces de escuela, con tiras de madera como paredes y techo de palma y los encaminaron a la casa del maestro, donde los ayudaron a colocar sus pertenencias. También recibieron alimentos, fruta, carne de venado y lo que no podía faltar, un cuenco lleno de pescados sacados del río. Esa noche comieron de todo, bueno casi de todo, los pescados fueron desagradables, sus paladares no estaban acostumbrados a ese aroma “repugnante” según las palabras de Emilio y de su esposa, por lo que el río recibió a las mojarras devueltas al amparo de la noche.
Sus alumnos empezaron a acudir a la escuela, y siempre le llevaban algún regalo, incluyendo lo que llegó a ser un tormento para él, los pescados que invariablemente regresaban al río, intactos.
Los progresos en la educación se hicieron evidentes, los niños llegaron a estimar a su profesor, porque con su palabra elocuente, les hizo saber que más allá de Playa Chica existían otras lenguas, otras ciudades, otras razas, otros hombres que habían sacrificado su vida luchando por un México más justo e igualitario, eso les decía, mientras los peces salían del río por la mañana e iban a la escuela, como si ellos también quisieran aprender, para regresar en la noche a escondidas, siempre escoltados por el maestro Emilio.

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