Mercado de La Rayita
- Escritorio Emergente
- 20 ago 2020
- 2 Min. de lectura
-Un texto de Conchita Ramirez de Aguilar-
Esta mañana, como todos los domingos, acompaño a mamá al mercado de La Rayita, que está muy cerca de casa. Al salir, nos encontramos con un cielo despejado, de azul intenso y aire muy fresco. Las banquetas ya han sido barridas por los vecinos como todos los días y huelen a tierra mojada.
Por ser domingo, día de descanso, hay mucha más gente en el mercado y aumenta el número de “marchantes” que vienen de las poblaciones cercanas a ofrecer sus productos. Se colocan en la pequeña explanada que está al frente, alrededor de la fuente, siempre llena con agua limpia y cristalina.
Para entrar, subimos las escaleras donde se encuentran sentadas a los lados, las “marchantas” de las tortillas, con vestidos y delantales coloridos y su inseparable rebozo, con el que se atan a la espalda sus grandes “tenates” en que transportan las tlayudas y las blanditas desde el pueblo de San Felipe del Agua.
El recorrido que hacemos dentro del mercado, tiene que ver con la posición en la que se colocarán cada una de las mercancías dentro del canasto, para evitar que las más frágiles se estropeen, magullen o rompan.
Las compras que se hacen, son solo para un día, porque la costumbre es ir diario al mercado.
Hoy, mamá comprará tamales de mole para almorzar. Los vende una señora muy amable y sonriente, quien agrega siempre un tamal de dulce para mí. Junto a ella está el puesto de pan, con conchas, hojaldras, molletes, regañadas, y una gran variedad de pan dulce, colocado en grandes canastos, sin faltar el pan amarillo y los bolillos.
Me gusta mucho ir al puesto de carne y ver extendidos el tasajo de hebra, alfilerillo, metlapil, la cecina (blanca y enchilada), chorizos, patitas de puerco, tripas, etc., pero sobre todo la gran torre de manteca, como un pirulí, que está colocada sobre una tina de barro y de la cual retiran con una pala de madera la cantidad solicitada, para colocarla luego, en un pedazo de papel de estraza. De la Villa de Etla llegan los quesos, quesillos, requesón, nata, leche y la mantequilla que es también exhibida en torre, como la manteca.
Las frutas y verduras engalanan con sus variados colores las grandes mesas donde se ofrecen, siempre con la “pruebita” que da la “marchanta”. Junto a ellas se percibe el olor inconfundible del epazote, perejil, cilantro y demás yerbas, siempre frescas. El abanico continúa abriéndose mientras atravesamos el mercado: puestos de venta de pollo, chiles secos, huevos, sin faltar las casetas donde se venden: veladoras, escobas, arroz, frijol y muchas cosas más, necesarias en las casas.
Nuestro recorrido termina en el puesto del atole, la marchanta me pide el recipiente de peltre azul, lo llena, limpia y lo da a mamá, porque dice que me puedo quemar.
Ya en casa, mamá coloca el canasto sobre la mesa junto al fregadero y me pide que lo vacíe; con mucho cuidado voy colocando uno a uno todo lo que contiene, al terminar, lo sacudo y cuelgo junto a la puerta de la cocina. Ahí queda, orgulloso y lleno de aromas, con la certeza que mañana presumirá su trenzas tejidas de palma, como las que adornan la cabeza de mi nana.

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