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Los arrierros

  • Foto del escritor: Escritorio Emergente
    Escritorio Emergente
  • 15 abr 2019
  • 3 Min. de lectura


(Un texto de Javier Sarmiento Jarquín)


Voy a contarles mi historia. Es una como la de muchos que crecieron en el medio rural de la mixteca oaxaqueña, en una ranchería llamada la Cañada de Morelos perteneciente a Chalcatongo, distrito de Tlaxiaco.

No conocí a mis padres, murieron cuando aún era pequeño, sólo supe que mi papá se llamaba Gabriel y mi mamá Alejandra. Al morir mis padres quedé al cuidado de mis tíos Andrés y Francisca y de mi hermana Sebastiana, mayor que yo. Por mi edad sólo hacia los quehaceres de la casa: acarreaba agua del pozo a las tinajas, daba de comer a los animales (gallinas, chivos, burros y mulas) y llevaba de comer a los mozos al campo.

Mi tío era arriero, llevaba productos de la región como frijol, chile, trigo, piloncillo, pieles curtidas y aguardiente a vender a la costa oaxaqueña, Pinotepa Nacional. De la costa se traía principalmente sal de grano, pescado seco, aceite de coco, café y algunas frutas tropicales de la temporada. Tenía unos doce o catorce años, no recuerdo bien, cuando me dijo mi tío que ya podía acompañarlo a sus viajes. Esa primera noche no pude dormir por la emoción, pues partiríamos en la madrugada.

Los caminos que transitábamos eran de herradura, lugares con mucha vegetación y después, otros semiáridos. Les menciono sólo algunos de los pueblos principales: Atatlahuaca, Chicahuastla, Putla de Guerrero, Zacatepec Putla , San Pedro Amusgos, Cacahuatepec, Tlacamama y Pinotepa Nacional. Al atardecer, llegábamos a acampar a los lugares ya establecidos en el camino, siempre cerca de un arroyo. Descargábamos a las mulas, se les daba agua y se prendía una fogata para ahuyentar a los coyotes matreros y culebras. Al despuntar el alba cargábamos a las mulas y emprendíamos el camino no sin antes tomar café, totopos con chintextle y carne seca, luego llenábamos los bules con agua para el camino. Llegando a nuestro destino, durante los días que permanecíamos en Pinotepa, comíamos caldo de sacamichi, tamales o mole de iguana, salsa de chicatanas o armadillo enchilado. Después de la vendimia y de las compras, regresábamos por el mismo camino.

En una ocasión, estando en Pinotepa, mi tío tenía muy crecida la barba y el bigote, le pregunto al peluquero cuanto cobraba por rasurarlo, este le contesto que dos reales, mi tío le dijo que le pagaría un real, el peluquero acepto, mi tío se dormitó y cuando despertó solo le habían rasurado la mitad. Reclamó y el peluquero le contesto que eso valía un real, así que no le quedó de otra que pagar el real que faltaba.

En uno de los tantos viajes, nos topamos con hombres colgados de los árboles. Mi tío decía que eran bandoleros roba ganado y asalta caminos, los colgaban para que sirvieran de escarmiento.

Estando ya más grande, les dije a mis tíos que yo deseaba irme a la ciudad de Oaxaca para alcanzar a mi hermana que trabajaba allá. Un día me uní a unos arrieros y me fui a la ciudad. Al llegar busqué a mi hermana, que me habían dicho vendía comida cerca del mercado grande (hoy mercado 20 de noviembre). Ella se alegró de verme, me dio posada en su cuarto del vecindario donde vivía, solo por unos días pues ya tenía marido y un hijo. Busqué mi propio cuarto y como no sabía hacer otra cosa, conseguí trabajo como peón de media cuchara en la albañilería, siendo este mi oficio para el resto de mi vida.

Como no sabía leer ni escribir fui a la escuela nocturna, la Basilio Rojas que está a dos cuadras del zócalo, estudié hasta el cuarto año de primaria, así me fue mejor en el trabajo llegando a ser maestro albañil. Conocí a mi esposa Doña Sofía, nos arrejuntamos y tuvimos ocho hijos, cuatro mujeres y cuatro varones.

Aún recuerdo que los domingos por la tarde les tocaba la armónica a mis hijos o les contaba cuentos como el “coyote culo quemado” que les hacía mucha gracia, lo mismo que  mis andanzas cuando fui arriero. Mi esposa murió dos años antes que yo. Cuando ya estaba listo para mi partida se los dije a mis hijos, había hablado con su mamá que me estaba esperando al otro lado de la barranca. Llegado el momento me preguntaron si quería una coca cola o una cervecita, les pedí la segunda que me fue a comprar uno de los hijos de mi hijo Javier, le di dos sorbos y partí rodeado de mis hijos y nietos.

Ahora estoy de este lado con mi esposa y desde aquí vemos cómo va creciendo nuestra familia. ¡Ah! Mi nombre es Florentino Sarmiento Cruz, para servir a Dios y a ustedes.



 
 
 

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