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El lado izquierdo de la cama

  • Foto del escritor: Escritorio Emergente
    Escritorio Emergente
  • 12 feb 2020
  • 3 Min. de lectura

Un texto de Petra


Recostada en su cama, que ahora se le hacía excesiva, una tranquilidad nueva empezó a invadirla. Miraba la caja del medicamento, era incomprensible que la mitad de aquella pequeñísima pastilla, sosegara aquella avalancha de enormes sensaciones: ansiedad, cólera, tristeza, rabia y las muchas ganas de llorar. Cuando le dijeron el precio del medicamento se sorprendió, creía que los hipnóticos eran caros, pagó prácticamente nada. Le retuvieron la receta, le preguntaron datos personales forzosos para la venta, que un poco cohibida escribió al reverso de la receta como se lo pedía la vendedora. ¡Qué humillante le pareció!, tanto que no puso su verdadero nombre, pero si su dirección y su número telefónico.

Recordó las voces que se escuchaban al otro lado de la puerta por la mañana, cuando fue a su primera consulta. Leía y releía el nombre del facultativo y su título: Médico psiquiatra. ¿Cómo es que estaba ella en esa antesala?, un lugar que siempre fue ajeno incluso en su vocabulario. Le había pedido al taxista que la llevo al lugar, que la bajara en la esquina, no quería que alguien viera a donde iba. Se tranquilizó cuando vio que la pequeña calle estaba solitaria y medio escondida. Aún así, se sentía nerviosa, incómoda. Casi renuncia a su propósito cuando vio el enorme anuncio que abarcaba prácticamente toda la pared de la fachada: “Clínica Psiquiátrica”, y todos los servicios que ofrecía, “terapia familiar y de pareja” le parecía que resaltaba entre los demás.

Dudó antes de tocar el timbre a un lado de la pequeña puerta, después de unos segundos, una joven delgada sin la apariencia de recepcionista de una clínica semejante le abrió, su aspecto era ajeno al lugar, más bien parecía dependienta de un comercio cualquiera. Justo cuando la chica apuntaba su nombre en una libreta, sonó el timbre. “Lo que faltaba”, alguien la vería en ese lugar. La empleada se dirigió a la puerta para franquear el paso a dos hombres y una mujer. Más incómoda aún, se sentó en uno de los sillones de la amplia sala, respondiendo con apenas un sonido de su garganta al “buenas tardes” que los tres le dirigieron al tomar asiento cerca de ella.

Las voces al interior del consultorio se seguían escuchando ininteligibles, luego claramente un “gracias” y la despedida. La puerta del privado se abrió en seguida, cuando ella levantó el rostro, sintió un súbito golpe de calor, especialmente en la cara. Atónita apenas alcanzó a balbucear un saludo, cuando ya una impávida mujer morena, la más joven, le daba un maternal abrazo, enseguida su acompañante también la abrazó con la misma actitud. Quería que se la tragara la tierra, le parecía vergonzoso que alguien conocido la viera en esa necesidad. No recuerda que dijo a manera de inútil explicación, pues el lugar ofrecía un cóctel de servicios, pero a ella le pareció que su asunto era obvio.

Cuando el médico le pidió tomar asiento ya en el interior del consultorio, ella pensó que estaba frente a un maestro de bachillerato. No portaba una impecable bata blanca, no tenía anteojos de aros redondos de armazón frágil, tampoco “barba de chivo con punta” ni mirada inquisidora. Tenía aspecto bonachón y fue directo al grano: “Cuénteme, qué le pasa. ¿Por qué está usted aquí?” Lo que sigue es la historia, tan vulgar como hiriente. Por fin tiene a quien contarla. Con todos sus detalles, va vaciando el caldero de aquel magma, que no sabe si correrá hasta perderse o será el cimiento de la reconstrucción.

Por lo pronto, ella quiere remendar la parte rota de su ego, seguir queriéndose como siempre. Sabe que su alegría por la vida no se irá, los proyectos podrán tener algunos ajustes y mañana, aunque el lado izquierdo de su cama este vacío, estrenará con gusto, la colcha que compraron la última navidad.




 
 
 

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