Cerrocahuí
- Escritorio Emergente
- 4 jun 2020
- 3 Min. de lectura
(Un texto de Filiberto Santiago Rodríguez)
-¿Papá?- preguntó inquieta la niña, buscando a su padre.
-Aquí estoy mi nena- le contestó, abrazándola con cariño y casi con devoción.
-Ya estoy lista para irme a la escuela- dijo, dándose una vuelta completa para mostrar su ropa limpia. Su espalda cargaba una mochila verde olivo tipo militar y dentro de ella libros y comida para todo el día.
-Cuídate hija mía, nos vemos en la tardecita- le recomendó, dándole un beso en la frente, y la niña salió corriendo a la escuela junto con sus compañeros.
Nueve familias, sin ningún parentesco de sangre y sólo unidos por la amistad y la necesidad de ayuda viven en Cerrocauhí, un paraje ubicado en lo alto de una montaña. Cerca de ahí se encuentra una cascada que como si fuera leche, brota de la tierra para alimentar a su hijos, para después, hacerse añicos en el fondo de la barranca, convirtiéndose en agua cristalina que corre imperturbable a lo largo del río ancho y generoso.
La madre murió desangrada en la labor de parto, desde entonces Amavelia vive sola con su padre Lencho; ahora va en quinto año de primaria y acaba de cumplir los once. Para ir a la escuela tienen que caminar dos horas, hay que subir cerros, bajar barrancas, cruzar ríos y defenderse de los animales salvajes que por ahí abundan. En los tiempos de lluvia ir a la escuela es más difícil porque los arroyos se convierten en gigantes de agua que devoran todo lo que encuentran a su paso.
La arquitectura del alma de Amavelia guarda decisión y pureza, podría decirse que es una cucharadita de ternura. Le ha confesado a su papá Lencho que cuando sea un poco mayor desea irse a la ciudad capital a estudiar cosas de la tierra, aunque sea una incongruencia aprender agricultura en la ciudad y no en el campo, pero ella aspira a sembrar muchos árboles frutales en Cerrocahuí, cuidar y hacer más espesa y verde la selva que la rodea, enseñar a los campesinos a mejorar sus cultivos.
-¿Para que quiero vivir si no puedo soñar? - le expuso a su padre, bajo la luz amarilla y endeble de un ocote.
-Claro, mi Amavelia linda- le contestó-, haré cuanto esté de mi parte para que seas lo que quieres ser-. Y se durmieron.
De lunes a viernes era la misma rutina, caminar y caminar por esos senderos que de tanto pisarlos ya eran parte de sus pies, gritos y risas de alegría volaban junto a ellos. Se desgañitaban pregonando sus fantasías:
-Yo voy a ser maestra- decía una voz.
-Yo Presidente Municipal- aseveró un niño líder.
-Yo enfermera- parloteó una niña menudita.
-Yo cura- anunció un niño con luz en los ojos.
-Yo agrónoma- sostuvo Amavelia.
- Yo voy a ser tu marido- gritó uno más- y todos se echaron a reír.
Sudorosos pero contentos arribaron a la escuela Benito Juárez García, en donde a la sombra de un madroño solitario, ese arbusto de frutos amarillos, anaranjados y rojos como la miel, se encontraba la escultura del personaje que le prestaba su nombre a la escuela.
Como llegaron temprano, a una sola voz exclamaron:
-¡Vamos un rato con tío Beni!
Y todos se sentaron bajo la mirada tornasol del Benemérito.
Cuando llegó su maestro Emilio, se precipitaron hacia él. Ese día era especial pues les tocaba trabajar en la parcela escolar. Antes, aflojaron la tierra, construyeron los camellones, sembraron las semillas para hacer sus almácigos, trasplantaron las diminutas plantas en el seno de la tierra, para que con su calor las hiciera crecer. Ahora estaban a punto de madurar, había ajos y rábanos escondidos en el suelo, las bayas de las habas y los chícharos ya se encontraban llenos de frutos y las coles y brócolis adornaban el huerto con sus hojas verdes intensas. En el patio de su casa de Cerrocahuí, Amavelia tenía su propio huerto de árboles frutales, había manzanos con frutas rojas, también tenía duraznos dulzones con sabor a besos de querencia, peras verdosas de forma ovalada con textura carnosa, jugosa y dulce, sin faltar los membrillos amarillos como la muerte de un atardecer.
Transcurrió el tiempo, Amavelia estaba por terminar el sexto año, preparaban la clausura. Fue un día de junio cuando se puso su uniforme de gala y junto con sus compañeros de Cerrocahuí se fueron a la escuela de “Tío Beni”. La noche anterior había llovido y las veredas se encontraban resbalosas, caminaban con cuidado pero al pasar cerca de la cascada Amavelia resbaló y el agua se la tragó para depositarla suavemente en el fondo de la barranca. Sus compañeros pálidos por el miedo y la angustia regresaron por su papá Lencho y le contaron lo que había sucedido. En medio de la espesura del bosque solo se escuchó un grito a modo de rugido que parecía decir:
-¡No, no, no! Mi Amavelia ¡No!
Y después todo quedó en silencio.

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