AVELINO
- Escritorio Emergente
- 7 jul 2019
- 3 Min. de lectura
Un texto de Filiberto Santiago Rodríguez
Ya era de noche cuando Avelino salió del bar. Había estado bebiendo toda la tarde para adormecer los sentimientos que le hacían daño. Tomó asiento a un lado de la puerta y con su rostro melancólico recordó su orfandad. Cuando tenía ocho años su padre abandonó el hogar, dejando sin protección a su madre Amelia y a su hermana Felisa. El abandono había ocurrido por el mal carácter de su esposa, según los chismes de familia.
Avelino evocaba cómo la vida de los dos hermanos se había convertido en una condenación eterna desde entonces, pues Amelia descargó en ellos todo el odio amontonado contra su esposo ausente. Así, cuando Felisa recién cumplía catorce años, decidió huir con un hombre de cuarenta, antes que seguir soportando los maltratos. Al imaginar esa escena apretó los puños con impotencia y coraje.
Cuando su padre los desamparó, su mamá mostró su aversión hacia ellos, sin ningún miramiento los internó en una casa de cuna, de donde Avelino logró escapar varias veces.
Cierto día, se presentó ante su madre, diciéndole: Quiero abandonar la casa de cuna porque voy a estudiar. Se le vino a la mente esa mirada dura que siempre tenía para él. Le contestó: ¡No!, pues debes contribuir con los gastos de la casa y si quieres quedarte, deberás rentarme una habitación. El aceptó, pues tenía una oferta para trabajar de mesero, pero no contaba con que toda la comida existente en el refrigerador estaba inventariada. Si llegaba con hambre, comía unos huevos, pero su mamá se los cobraba junto con las tortillas o lo que hubiera comido.
Se le resbaló una lágrima cuando volvió al pasado, vio a su madre cómodamente sentada comiendo una pizza y él frente a ella mirándola, esperando como un perro hambriento a que le tiren una migaja, que se doliera de su hambre pero solo escuchó la voz que decía: ¿Quieres comer pizza? La tendrás si puedes pagarla, de lo contrario te irás a dormir sin cenar. Fue a su cuarto rentado, su apetito insatisfecho lo durmió. A media noche pensó que sus demonios lo estaban atacando, arañazos por todo el cuerpo, escuchaba chillidos salidos del mismo infierno, salió dando gritos aterradores, cuando se calmó vio que Amelia le había puesto una caja llena de ratas para obligarlo a irse de su casa. Y se fue.
A veces rentaba por poco tiempo un cuarto, o un amigo le ofrecía un rincón en su habitación, cuando no había otra posibilidad saltaba la barda de su casa con desesperación y dormía con las ratas, hasta que ella se dio cuenta, cambió las cerraduras y para cobrarse las rentas que no le había pagado, vendió cuanto había en ese cuartucho. Sin embargo, lo que Avelino nunca le perdonaría fue cuando lo negó como hijo.
Una noche, se metió a la casa para quedarse en la azotea, ella lo vio. Llamó a la policía, él alegaba que él no era un extraño, que esa era la casa de su madre, ella azuzó a los patrulleros afirmando: Ese no es mi hijo, es un asaltante. Y se lo llevaron preso.
También recuerda el día cuando Felisa regresó sin marido y con dos hijos a la casa de Amelia. Poco les duró el gusto pues al igual que a él, le empezó a pasar las cuentas de la comida de su hija y sus nietos, se hicieron de palabras y terminó yéndose para siempre.
Avelino se sienta en el piso húmedo, y piensa que a sus cuarenta años, él y su hermana solo han repetido la historia de sus padres. Felisa, abandonada con sus dos hijos igual que su mamá. Pero él, ¿qué había hecho de su vida, aparte de estar atrapado en ese remolino de odios?
En ese mundillo donde “mesereaba”, apareció una “Teibolera”, con ella conoció el amor triste, sin pasión. Nació un hijo, fruto del alcohol, ahora tiene diecisiete años y es gay. -“maricón” le dice con desprecio-. Al igual que hizo su padre, Avelino le dijo a su hijo: No quiero saber nada de ti, no me importa lo que hagas, arréglatela como puedas, y desde entonces dejó de verlo.
Asegura que a Amelia (a quien jamás le llamará madre) no le guarda ningún rencor, aunque jura que no lo verán llorar cuando esté muerta. De su padre nunca quiere hablar, ni siquiera pensar en él.
A un lado de la puerta, Avelino siente que el interior de su cuerpo está frío…muy frío, se acurruca entre sus piernas y se queda inmóvil.

Comments